Bruselas, capital de la Europa de los nosecuantos, lugar de reunión de jefes de gobierno y ministros varios, sitio que presume de tener una amplia vida cultural en la que hay más conferencias diarias que bares en un barrio de Madrid... Ya que estamos aquí, vamos al cine a ver Slamdog Millionaire, que debo ser una de las pocas personas que aún no la han visto.
Cerca de Port de Namur (nombre que siempre me hace pensar en Namor, el personaje de Marvel que revivió al Capitán América) se abren muchos cines que son la versión belga de la madrileña Plaza de los Cubos y ahí, unos en concreto aglutinan gran parte de la cinefilia de la ciudad, los UGC Toison d’or . Me planteo quedarme en casa tan pronto como escucho el nombre de las salas, ya que intento alejarme de cualquier cosa que recuerde vagamente a Hergé y Tintin pero como ni Danny Boyle ni la verdadera Orden del Toisón tienen la culpa, me encamino a Port de Namur.
Al llegar a los cines me encuentro con que hay dos entradas, una bonita, grande y coronada por carteles de “Watchmen” (qué hartazgo) y otra fea, sucia y situada dentro de un centro comercial. La diferencia es que la bonita es para pagar con tarjeta de crédito y la fea es para pagar en efectivo, y tan pronto como descubro eso pienso que qué bien, que qué maravillosos deben ser unos cines en los que se prioriza el trato al cliente del siglo XXI.
Tras unas colas que ríete de los Renoir Princesa un viernes noche, llego hasta la taquilla, donde descubro que la entrada cuesta casi 10 euros (no es lo más caro que he pagado por un cine pero sirve para que me ría de las veces que oigo que el cine es caro en España) y que, no es que la sesión no esté numerada, es que ese es un concepto que no existe en el país.
Entro en los cines por un pasillo sucio y asqueroso, con un aspecto que ni las salas más abandonadas de la Gran Vía y bajo unas escaleras tras las que me encuentro una sala entera llena de gente. No hacen cola... se aprietan todos contra un cordón de seguridad que todavía no han quitado, la gente se grita y se chilla (pero para hablarse, no para quejarse porque al parecer es normal), de vez en cuando pasa alguno pidiendo “Pardon” porque viene de comprar algo y quiere recuperar su posición, en el lateral hay un bar cuya cola su une a la de entrada y en el que lo que venden es una mezcla de la España de los 60 y los cines de poligoneros: Helados, nachos con queso, palomitas, botes de cerveza...
Cuando quitan el cordón, la gente empieza a correr empujándose entre ellos. Es la Fórmula 1 del cine belga y yo, un pobrecito mediterráneo empiezo a echar de menos el orden de mi país “tercermundista”. Cuando la gente llega hasta el revisor de la puerta, las carreras se detienen y se forma otra cola, o un sucedáneo de ésta porque su anchura es de 4 personas (hay quien manda a los niños pasar entre la gente para llegar antes y reservar sitios).
Una vez que consigo llegar hasta el acomodador, aplastado entre un belga flamenco con una cerveza en la mano y una pareja de francófonos bien vestidos, entro en la sala, donde la gente sigue corriendo como si se jugara el asiento en un concierto de los Rolling.
En mi butaca, pasan más de 10 minutos hasta que se apagan las luces, 10 minutos en los que la película ya debería haber empezado y 10 minutos en los que va entrando todo el mundo. Cuando las luces se apagan, viene lo mejor. Una señora, cestillo colgando del cuello pasa entre las filas, gritando en francés y holandés una versión del “pipas, caramelos y bombón helado” de la España más antigua y vendiendo patatas fritas, botellas de Coca-cola y más cosas... como la señora no puede ver el cambio, más de uno tiene que levantarse a iluminarla con el mechero para que coja las monedas (en cualquier momento, entra uno echando ambientador – me da por pensar). Tras 5 minutos poniendo anuncios (de bares de la zona, como en los cines del Carabanchel de los 80) y otros 10 con trailers (todos de cine francés... eso sí que me da envidia), empieza la peli. En total, casi 25 minutos de retraso... menos mal que los europeos eran puntuales.
Durante la proyección están ejemplarmente callados (un lujo, porque los belgas gritan que da gloria) pero en cuanto empiezan los créditos, salen de estampida (y los cines encienden la luz durante éstos)... y yo, pensando en que ya me la han vuelto a colar y que he crecido pensando que más allá de los Pirineos la gente era más civilizada y todo funcionaba mejor, me vuelvo a casa buscando un autobús nocturno porque el último diurno salió hace 10 minutos (que lo hubiera cogido de no haber sido por el retraso).
P.D./ Y sí, me gustó la peli de Boyle. El día menos pensado hace una obra maestra.
Cerca de Port de Namur (nombre que siempre me hace pensar en Namor, el personaje de Marvel que revivió al Capitán América) se abren muchos cines que son la versión belga de la madrileña Plaza de los Cubos y ahí, unos en concreto aglutinan gran parte de la cinefilia de la ciudad, los UGC Toison d’or . Me planteo quedarme en casa tan pronto como escucho el nombre de las salas, ya que intento alejarme de cualquier cosa que recuerde vagamente a Hergé y Tintin pero como ni Danny Boyle ni la verdadera Orden del Toisón tienen la culpa, me encamino a Port de Namur.
Al llegar a los cines me encuentro con que hay dos entradas, una bonita, grande y coronada por carteles de “Watchmen” (qué hartazgo) y otra fea, sucia y situada dentro de un centro comercial. La diferencia es que la bonita es para pagar con tarjeta de crédito y la fea es para pagar en efectivo, y tan pronto como descubro eso pienso que qué bien, que qué maravillosos deben ser unos cines en los que se prioriza el trato al cliente del siglo XXI.
Tras unas colas que ríete de los Renoir Princesa un viernes noche, llego hasta la taquilla, donde descubro que la entrada cuesta casi 10 euros (no es lo más caro que he pagado por un cine pero sirve para que me ría de las veces que oigo que el cine es caro en España) y que, no es que la sesión no esté numerada, es que ese es un concepto que no existe en el país.
Entro en los cines por un pasillo sucio y asqueroso, con un aspecto que ni las salas más abandonadas de la Gran Vía y bajo unas escaleras tras las que me encuentro una sala entera llena de gente. No hacen cola... se aprietan todos contra un cordón de seguridad que todavía no han quitado, la gente se grita y se chilla (pero para hablarse, no para quejarse porque al parecer es normal), de vez en cuando pasa alguno pidiendo “Pardon” porque viene de comprar algo y quiere recuperar su posición, en el lateral hay un bar cuya cola su une a la de entrada y en el que lo que venden es una mezcla de la España de los 60 y los cines de poligoneros: Helados, nachos con queso, palomitas, botes de cerveza...
Cuando quitan el cordón, la gente empieza a correr empujándose entre ellos. Es la Fórmula 1 del cine belga y yo, un pobrecito mediterráneo empiezo a echar de menos el orden de mi país “tercermundista”. Cuando la gente llega hasta el revisor de la puerta, las carreras se detienen y se forma otra cola, o un sucedáneo de ésta porque su anchura es de 4 personas (hay quien manda a los niños pasar entre la gente para llegar antes y reservar sitios).
Una vez que consigo llegar hasta el acomodador, aplastado entre un belga flamenco con una cerveza en la mano y una pareja de francófonos bien vestidos, entro en la sala, donde la gente sigue corriendo como si se jugara el asiento en un concierto de los Rolling.
En mi butaca, pasan más de 10 minutos hasta que se apagan las luces, 10 minutos en los que la película ya debería haber empezado y 10 minutos en los que va entrando todo el mundo. Cuando las luces se apagan, viene lo mejor. Una señora, cestillo colgando del cuello pasa entre las filas, gritando en francés y holandés una versión del “pipas, caramelos y bombón helado” de la España más antigua y vendiendo patatas fritas, botellas de Coca-cola y más cosas... como la señora no puede ver el cambio, más de uno tiene que levantarse a iluminarla con el mechero para que coja las monedas (en cualquier momento, entra uno echando ambientador – me da por pensar). Tras 5 minutos poniendo anuncios (de bares de la zona, como en los cines del Carabanchel de los 80) y otros 10 con trailers (todos de cine francés... eso sí que me da envidia), empieza la peli. En total, casi 25 minutos de retraso... menos mal que los europeos eran puntuales.
Durante la proyección están ejemplarmente callados (un lujo, porque los belgas gritan que da gloria) pero en cuanto empiezan los créditos, salen de estampida (y los cines encienden la luz durante éstos)... y yo, pensando en que ya me la han vuelto a colar y que he crecido pensando que más allá de los Pirineos la gente era más civilizada y todo funcionaba mejor, me vuelvo a casa buscando un autobús nocturno porque el último diurno salió hace 10 minutos (que lo hubiera cogido de no haber sido por el retraso).
P.D./ Y sí, me gustó la peli de Boyle. El día menos pensado hace una obra maestra.
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